El paraje es hermoso, agreste, adusto y de un color verde intenso
que contrasta con la aridez tostada de las serranías granadinas. A unos
cinco escasos minutos de casa de mi hermana se encuentra uno de los
enclaves más estremecedores que circundan
la capital, una vaguada deslizándose valle abajo hasta la legendaria
acequia zirí de Aynadamar o "fuente de las lágrimas" que data del siglo
XI, una sombría y vegetal garganta donde hace 80 años el horror cubrió
de sangre, pólvora, ladridos de rifles, carne quebrada, lamentos,
silbidos de bala y sollozos cada uno de los atardeceres y amaneceres
durante cuatro penosos y negros años. Dos mil personas fueron cruelmente
masacradas y fusiladas en diez mil metros cuadrados en el Barranco de
Víznar. Federico García Lorca entre ellos. Al adentrarte por el sendero
que nace a orillas de la carretera (entre Alfacar y Víznar) la arboleda
se vuelve espesa, umbría y alta, como si la naturaleza se hubiese
propuesto envolver y resguardar de las miradas una tierra marcada por el
espanto y la tragedia. El silencio se hace mineral, casi ceremonial,
solamente roto por el rumor de la acequia y alguna abeja que cruza
ligera. El sol apenas penetra entre los altos pinos. El silencio se
torna denso, otra vez, y tu carne se estremece con cada crujir de ramas
secas. La voz se tensa y se seca en tu estómago. Bajo tus pies, reposan,
los restos de dos mil personas asesinadas por sus ideas democráticas,
al alba eran conducidas por los verdugos golpistas. Y fusiladas. Y
después arrojadas en las fosas que se hallan a un metro de tus zapatos.
El abuelo de una amiga que vivió en
Víznar toda su vida, me relató que, de pequeño,veía los camiones
militares pasar, hinchados de personas, casi a diario. Al anochecer o al
atardecer, el sonido de los disparos inundaba todo el valle,
ensordeciéndolo. El dolor y el sufrimiento era inmeso, la gente, las
madres y los hijos, aterrados, se ocultaban en sus casas. Seguimos el
sendero, un camino llano y zigzagueante de unos cien metros,sombreado y
salpicado de placas que indican la ubicación de las fosas entre los
claros de la arboleda. Apenas si hablamos entre nosotros. Comentábamos,
de soslayo, el horror brutal y el extraño aire que rodea a los lugares
repletos y sazonadosde muerte y la impronta sobrecogedora que,como un negro sol,
deja la maldad del hombre gravitando o suspendido en una atmósfera que
ya para siempre resulta incómoda y espesa. Leímos placas atornilladas en
la piedra con nombres de niñas, niños, mujeres, grupos de hasta 30
personas que fueron fusiladas en una sola noche.Tierra regada con
sangre, odio y dolor. Versos de García Lorca grabados en el metal a ras
del suelo, tumbados sobre las piedras. Bajamos hasta la fosa central
descendiendo unos poco metros. Es el punto más bajo del lugar, donde la
vaguada se estrecha. Uno comprende que los asesinos buscaron el tajo más
profundo para engordar la tierra con los centenares de cadáveres que
noche tras noche fabricaban con feroz eficacia. Allí se alza un monolito
rodeado de ramos de flores, claveles, orquídeas, tulipanes,
crisantemos, rosas. Un espacio de unos 60 metros cuadrados. Sombreado por
la gran copa de un pino que no deja pasar la luz. Te acercas al
monolito, caminas lento, suave, para que tus pasos no perturben la
tierra que se ha mezclado con los miles de huesos tan fatalmente
perdidos, tan prematuramente arrebatados. Piensas en aquel Federico
García Lorca que durante tanto tiempo te obsesionó en tu adolescencia y
que imitaste hasta el hartazgo, en el poema que Machado dedicó a su
muerte, en el silencio que se ha clavado como resina en el viento,
sientes el aire caliente de esta tarde estival andaluza que muerde tus
brazos desnudos. Posas los ojos en la piedra inmóvil, grisácea. Esquivas
todos los ramos de flores que hay alrededor de tus pies y lees,muy
atento, inmóviles tus labios, en ceremonioso silencio, tallado a cincel "LORCA ERAN TODOS"
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